Yo tenía quizás 7 años, era la menor de mis hermanos, la pequeña, la niña de la casa… Como la mayoría de los niños, era bastante traviesa, bulliciosa y tremendamente “inquieta”, hablaba “hasta por los codos”, muchas veces me castigaban en clase por ello, pues la disciplina en la primaria de la escuela pública era muy diferente a la del pequeño pre-escolar de donde yo venía. Además, tenía mi carácter y eso, en ocasiones, me generó algunos problemas, por ejemplo, iniciando la primaria en aquella escuela pública, una vez le respondí con golpes a un niño que frecuentemente
me hostigaba; y aunque, después de semejante contienda este sorprendido chico nunca más me volvió a molestar, me regañaron fuertemente y llamaron a mi mamá… Con el tiempo, aprendí a resolver los conflictos de manera más pacífica y asertiva. Recuerdo que me gustaba mucho la música, y salía cantando y bailando en casi todos los actos culturales de la escuela; quizás por eso, cuando cursaba como el segundo grado de primaria, hasta me eligieron “reina infantil”… aún recuerdo ir encima de un pupitre que cargaban los chicos más grandes, recorriendo los alrededores del patio de la escuela; casi me caigo de allí más de una vez. En fin, como la mayoría de los niños, yo también llevaba la “espontaneidad” a flor de piel… Sin embargo, en medio de todo ese huracán que yo era, había un espacio muy particular que disfrutaba mucho y de manera apacible:
En el piso de un rincón de su habitación, mi mamá había dispuesto un sencillo altar al Sagrado Corazón de Jesús. Era un cuadro de marco ovalado, grande, que no estaba colgado en la pared, como generalmente suele estar en la mayoría de las casas, sino puesto en el suelo, en “el piso” de ese rincón, adornado con flores y una lucecita. Allí comenzó mi experiencia de fe cuando yo aún era muy niña y se prolongó un poco más allá de los 12 años. Yo solía acudir diariamente a ese rincón de la habitación de mi mamá donde ella tenía ese altar al Sagrado Corazón de Jesús, y me quedaba allí jugando por largos ratos; “sentada en el piso” frente a Jesús, yo le hablaba de mis cosas… Allí se empezó a construir una relación muy cercana con Dios. Este altar era perfecto para mí: estaba a “mi nivel”, a la medida de mi pequeña “estatura”. Dios “se inclinaba”, se abajaba hasta mí, para que yo pudiera establecer una relación cercana con Él, para que yo pudiera alcanzarle:
Dios dice a través del profeta: “Me incliné a ellos para darles de comer” (Os. 11, 4) “Jesús se inclinó, y con el dedo, comenzó a escribir en la tierra” (Jn. 8, 8)
En este altar también estaba la Virgen María representada en una pequeña imagen, bajo la advocación de la Virgen del Carmen, que mi mamá guardaba con gran devoción. Yo arrancaba flores del jardín de la vecina para llevárselas a la Virgen, realmente amaba mucho a María y, con frecuencia, soñaba con Ella.